Las invasiones (El Correo)

17 de octubre de 2016
(PABLO MARTÍNEZ ZARRACINA) Las tierras del ocaso, aparecida entre los papeles póstumos de Gracq, está escrita en el mejor momento del autor. El papel de Julien Gracq en la literatura francesa del siglo XX es al tiempo apartado y principal. Gracq estuvo en activo durante más de cuarenta años, pero no escribió demasiado y despreció la vertiente mercantil de un negocio que vilipendió en un panfleto de llamativa vigencia: ‘La literatura como bluff ’ (Nortesur). Insistiendo en permanecer al margen, rechazó el Goncourt y también entrar en la Academia, al considerarlo un «abuso de poder». Sin embargo, su figura mantuvo siempre la vigencia del prestigio semisecreto. Al final de su vida, muchos le consideraban el mejor escritor de Francia.

La aparición entre sus papeles póstumos de ‘Las tierras del ocaso’, una novela escrita en la década de los cincuenta y que quedó abandonada en un cajón, sobrepasa la importancia frecuentemente sospechosa de los inéditos. Sucede por dos razones: la primera tiene que ver con lo acabado del texto; la segunda, con que se trata de una obra escrita en el mejor momento del autor, justo entre sus dos novelas más celebradas: ‘El mar de las Sirtes’ (Galaxia Gutenberg) y ‘Los ojos del bosque’ (Anagrama).  

Las  razones por las que Gracq no decidió dar a la imprenta este libro no son fáciles de adivinar. Se encuentra en él una poderosa condensación de su mundo narrativo: ese espacio propenso a la indefinición en el que todo parece adivinarse y en el que, antes que hacia la acción, todo parece avanzar hacia la inminencia de esa acción. Si Proust es el maestro de la suspensión temporal a través del recuerdo, Gracq lo es a través de la espera. La diferencia entre ambos mecanismos consiste en que lo que está por venir es necesariamente indeterminado y puede volverse con facilidad amenazante.

‘Las tierras del ocaso’ se ambienta en una época vagamente medieval y en un lugar inconcreto llamado el Reino. La vida transcurre allí de un modo pacífico y aburrido. El Reino es un lugar capaz de producir «equilibrio incansablemente». Todo parece inamovible y natural. Incluso las noticias que hablan de invasores avanzando en las proximidades de las fronteras exteriores son tomadas con «ensimismado desinterés» por la población. «La bien manifiesta calma del Reino se convertía para nosotros en una demostración de la insignificancia del peligro», explica el narrador.

Para el lector no será difícil identificar el Reino con la Francia de finales de los treinta y a los bárbaros que avanzan con el Tercer Reich. Gracq juega a la ambivalencia, levantando un espejo simbólico y rompiéndolo a continuación. Aun así, parece claro que el narrador innominado y sus camaradas terminan peleando en la Resistencia. La relación fraterna que establecen es el gran asunto de la novela y está relacionado con uno de los temas recurrentes de Gracq: la posibilidad del heroísmo. Es curioso como en ese punto recuerda a Borges, que es en cierto modo su prosista antitético, y sobre todo a Jünger: «Una de las sorpresas de la guerra, contra la que se está del todo indefenso, reside en esas lagunas casi milagrosas de calma y silencio que duermen, a veces profundamente, a dos pasos del núcleo de la acción». Será en esos paréntesis meditativos donde la escritura de Gracq, sofisticada y suntuosa, resuene a su máxima potencia, combinando de un modo muy personal el arrebato fantástico, por momentos surrealista, con un orden clásico, musical, casi solemne.

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