(JOSÉ GIMÉNEZ CORBATÓN) Las guerras no cambian el mundo que dejan desolado. Hay vencedores y vencidos, aunque en realidad los primeros están más cerca de los segundos de lo que la imagen de la mal llamada paz aparenta. Y qué decir de los fingidos y alevosos neutrales, que hicieron su agosto traficando con unos y con otros, buscando simplemente el mejor postor en cada instante y en cada campo de destrucción. Tal fue el caso de España durante el conflicto de la Primera Gran Guerra.
‘Los jugadores’ imagina la presencia de delegados del gobierno de Romanones, y del posterior de Maura, en la Conferencia de Paz que tuvo lugar en París durante los primeros meses de 1919: «El precio de no formar parte de los vencidos era no formar parte de los vencedores, y la ecuánime venta a todo el mundo que habían practicado [los españoles] durante el conflicto no era una fuente de simpatías una vez inclinada la balanza».
Carlos Fortea busca paralelismos entre aquella situación de crisis posbélica y la ocasionada por cualquier otra de signo económico, como resulta la que se perpetúa en nuestra actualidad. Uno de los personajes, miembro de la delegación inglesa, pone el dedo en la llaga cuando afirma que es mejor invertir en hacer una zanja, aunque sólo sirva para luego volver a cubrirla, que generar desempleo, porque «una persona que trabaja y percibe un salario contribuye a un país incluso con ese trabajo inútil, pero un desempleado no hace más que hundir la economía». Otro de los tipos curiosos que aparecen en la novela, cierto activista político luxemburgués, preconiza la instalación de un salario máximo como asiento de la necesaria y verdadera reforma económica. Pero acabará por reconocer que sólo atienden a sus peroratas aquellos que ya acuden a escucharlas convencidos de antemano, lo cual, bien pensado, no le conduce al desencanto, pues se trata de «hombres sufridos, esperanzados, que necesitan a otros que jamás desmayen». Como él mismo.
Fortea mezcla personajes históricos –Wilson, Clemenceau, Keynes, incluso describe la breve aparición de un joven Churchill– con entes de ficción que le ayudan a representar las fuerzas pacificadoras –o tal cosa pretenden–, protagonistas del evento diplomático: un enviado americano, quizá el más inteligente de la trama, que rodea al presidente; diplomáticos franceses, italianos... Periodistas que cubren el desarrollo de los debates; exiliados de la Rusia aristocrática que se mueven en los márgenes; comunistas locales en contacto con un enviado soviético, quizá el menos convincente o creíble, desde el punto de vista narrativo, de la trama... Un austrohúngaro cuyo retrato a más de un lector le resultará esquemático o le sabrá a poco, aunque el novelista le reserve mayor papel del esperado; un policía algo manido... Mujeres atractivas que alimentan cierto grado de erotismo... Un conjunto de personajes que vamos viendo a retazos, a base de escenas interrumpidas, recuperadas, pero que Carlos Fortea resuelve en general con habilidad sirviéndose de una prosa funcional, clara, con voluntad de elegancia.
No podemos olvidar el resultado histórico del acontecimiento diplomático que ‘Los jugadores’ describe: la cruel venganza de la principal potencia derrotada, el fracaso de una Sociedad de Naciones que apenas superó la fase de proyecto ilusorio, una nueva guerra aún más cruel, si cabe, que la anterior, exterminios, holocaustos. Lo resume con certeza el congresista americano, ya próximo el final de la novela: «Nada... no, seguramente podremos cambiar ‘algo’. Pero ‘todo’ seguirá funcionando igual. ‘Todo’ funciona siempre de la misma forma [...] Y, aun así, pelearemos hasta el final». En esa lucha seguimos, y no es baladí que una novela como ésta, cargada de buenas intenciones, nos lo recuerde.