(CARLOS FORTEA) Es preciso empezar por el principio y dejar claro que quien escribe estas líneas no es un historiador sino un novelista. Por eso, lo que voy a contar no es la historia, sino la historia con la que me encontré detrás de la historia. No solo lo que se sabe que ocurrió, sino lo que pensé que pudo ocurrir. Lo que pensé que "tuvo" que haber ocurrido.
Pongámonos en situación: hace ahora cien años, cuando empieza la guerra que sus contemporáneos solamente llamaron la Gran Guerra y nosotros conocemos por el nombre de I Guerra Mundial, el Gobierno español se apresura a declarar la neutralidad.
No es una postura que resulte unánime en el arco político del momento: mientras los conservadores, entonces en el Gobierno, se inclinan por mantener a una España enzarzada en su propio conflicto colonial lejos de la guerra, algunas voces autorizadas dentro del partido liberal reclaman la intervención. En un resonante artículo titulado Neutralidades que matan, el conde de Romanones dice que "neutralidad" expresa no ser ni de uno ni de otro, expone las razones por las que, en su opinión, España está en la órbita de los aliados y no de las potencias centroeuropeas, y escribe: "Es necesario que tengamos el valor de hacer saber a Inglaterra y a Francia que con ellas estamos, que consideramos su triunfo como nuestro y su vencimiento como propio; entonces España, si el resultado de la contienda es favorable para la Triple Inteligencia, podrá afianzar su posición en Europa, podrá obtener ventajas positivas. Si no hace esto, cualquiera que sea el resultado de la guerra europea, fatalmente habrá que sufrir muy graves daños".
Cualquiera pensaría, visto desde hoy, que el político liberal era un profeta. Es fácil decirlo ahora, cuando sabemos el resultado de la contienda, y muy arriesgado en cambio escribirlo en aquel momento concreto, cuando lo contrario también era posible.
Visto lo que nalmente ocurrió, Romanones tuvo razón y no la tuvo. La tuvo en lo que al Estado español se refería, que quedó desplazado del centro de gravedad europeo (aunque evitó una guerra a los españoles, lo que no es ninguna pequeñez), pero se equivocó en lo referente a un sector principal de nuestra economía: el de los grandes industriales, los inversores y los especuladores.
Apenas iniciada la contienda, estos tres grupos humanos demostraron que se podía no ser ni de uno ni de otro, por el procedimiento de hacer negocios con todos. España se convirtió en el proveedor principal del conflicto: materias primas, carne, armas, telas para uniformes, la munición que no llegaba a nuestras tropas de Marruecos pero sí a los fusiles de los contendientes, todo lo que fuera necesario. Como suele ocurrir en estos casos, los beneficios de tales negocios no fueron iguales para todos. Mientras los fabricantes y los inversores obtenían ganancias descomunales, los trabajadores, que se habían librado de ser carne de cañón para ser tan solo carne de fábrica, empezaban ya a perder la paciencia, todo lo cual acabó estallando en la huelga general de 1917. Muy pocos recuerdan que, en aquellas fechas trágicas, las ametralladoras barrieron las calles de Madrid.
Recuerdo que, en los días en que andaba leyendo estas cosas, mi único pensamiento era: "curiosa manera de ser neutral".
Traté de ponerme en la piel de aquellos que estaban pagando los jugosos contratos. Los generales que sabían que al otro lado de la trinchera les disparaban con las mismas balas que ellos acababan de comprarnos a precio de oro. Me imaginé que no les gustaría. (...)