(JOSÉ RAMÓN MARTÍN LARGO) La fama persigue como una maldición a algunos autores. De Cervantes se lee (muy poco y mal) su Quijote, pero no su Persiles y Sigismunda; leer el teatro de Shakespeare se considera fatigoso, y no digamos los sonetos.
Las obras de ambos, y de algún otro, solían publicarse en ediciones de lujo que resultaban muy decorativas y daban lustre a los salones de la clase media, pero últimamente ni siquiera eso, porque los libros con lomos dorados no casan bien con los funcionales mobiliarios de cierta multinacional sueca. Además, el cine y la televisión han vulgarizado a dichos autores hasta la extenuación, y se ha extendido la creencia de que ese magro conocimiento es suficiente. Por ahí empieza a abrirse camino esa idea hoy tan generalizada de que lo que necesitamos saber del ámbito de la cultura ya lo hemos adquirido por una especie de ciencia infusa. Se diría que a un autor clásico y de éxito, por serlo, y por formar parte de nuestro imaginario colectivo, no hay ya necesidad de leerlo. Que tal cosa es uno de los grandes malentendidos culturales de nuestra época es algo que se comprende al terminar la lectura de esta novela de Dickens que ahora nos llega en la nueva y cuidada traducción de Nocturna Ediciones.
Que Charles Dickens fue un autor victoriano es cierto. Y difícilmente habría podido dejar de serlo, teniendo en cuenta la longevidad de aquella reina bajo la que florecieron y pasaron a mejor vida varias generaciones de británicos. Que su obra, como no podía ser de otra manera, está impregnada de ese característico sentimentalismo decimonónico, tan inglés, tan folletinesco, nadie lo duda. Pero si Dickens sólo hubiera sido esto hoy estaría tan olvidado como, con toda justicia, lo están decenas de autores de folletín que, al igual que él mismo, tuvieron al público en ascuas con sus novelas por entregas; o tan injustamente semiolvidado como lo está su coetáneo Anthony Trollope, que también gozó de gran éxito en vida, cuya pluma gozaba de una fecundidad fuera de lo normal y del que hoy apenas se recuerdan un par de novelas y algunos relatos. Ese “algo más” que poseía Dickens casi en exclusiva, y que supo explotar literariamente como nadie, es la conciencia de la inmoralidad radical de ese período que él vivió de expansión capitalista, en sus formas industrial y financiera, y de cómo la codicia infrahumana convivía violentamente con el humanismo ilustrado.
Si hay pintores que son modernos por el trazo, la pincelada, la composición, lo que se llama la técnica, y otros lo son por los asuntos que eligieron representar, lo mismo ocurre en la literatura. De ahí la doble modernidad de Dickens, quien muy pronto aprendió a narrar de un modo precinematográfico, y cuyos temas, los paisajes humanos, el afán de lucro, la indefensión de los débiles (especialmente los niños), el régimen económico que describió, no han cambiado sustancialmente. Véase si no el argumento de
La tienda de antigüedades: Nell Trent, una huérfana de trece años que se halla al cuidado de su abuelo materno, se ha visto absolutamente privada de su infancia. Su abuelo, propietario de una ruinosa tienda de antigüedades, y consciente de las carencias de Nell, se desvela preguntándose cómo podrá dar a la muchacha, ya que no una infancia feliz, al menos una posición para el futuro, no encontrando otra solución que entregarse al juego. Las pérdidas le harán caer en las manos de un prestamista, el desalmado Daniel Quilp, que terminará por apropiarse de la tienda, momento en que el abuelo pierde el juicio. A partir de ahí se inicia una peregrinación de abuelo y nieta hacia las Midlands, convertidos ambos en marginados y desechos sociales… Dicho sea en pocas palabras, y evitando dar detalles de las muchas peripecias ulteriores y sin desvelar el final: un argumento folletinesco, sí, pero ¿no podría ser también el de un film neorrealista ambientado en cualquier lugar de nuestro mundo actual?
Cada personaje dickensiano se nos aparece como una concisa obra maestra de la psicología, y ello no sólo porque tales personajes estén tomados de la realidad, la cual no es ninguna garantía de verosimilitud, sino porque todos poseen hondas raíces en la sociedad y en la literatura. Así por ejemplo Daniel Quilp es heredero de la tradición medieval a la que ya dio forma Christopher Marlowe en
El judío de Malta: la del prestamista sin escrúpulos, en el que la tradición antisemita quiso ver a un judío, personaje que perduró más allá de la expulsión de los judíos de Inglaterra y cuyos atributos fueron transferidos poco a poco al hombre de negocios, al financiero, al magnate, al despiadado usurero de la banca moderna. Estas hondas raíces evitan a los personajes de Dickens caer en la caricatura (con alguna rara excepción), lo que no impide que se los reconozca por su carácter inhumano, implacable. La persecución física y moral de la que son víctimas los dos fugitivos que protagonizan la novela se revela así como una fatalidad insuperable, la cual obedece a algo más que a la psicología depravada de sus perseguidores: a una lógica social.
Pero hay más. La novela victoriana, en contra de lo que se ha dicho alguna vez, no era una colección chapucera de episodios malamente hilvanados entre sí, ideados sobre la marcha para mantener el interés del público, sino, muy al contrario, un hábil artefacto narrativo de probada vigencia y que era producto de una lenta decantación. De la gran abundancia de novelas de, por ejemplo, Trollope, todas tenían un programa previo, y muchas además un propósito, que bien podía ser religioso o político. Según escribió: “Cualquier autor que defienda una causa tiene que argumentar como un abogado, o su escritura será ineficaz. Debe tomar partido y aferrarse a él, y entonces será poderoso.” Lo mismo, y quizá aún con más pertinencia, puede aplicarse a Dickens. Pues, siendo él hijo de sus lecturas, como todo autor (en su obra se advierte la presencia de la novela picaresca, del
Robinson Crusoe y del
Quijote, y por supuesto de Henry Fielding, cuyo
Tom Jones fue su libro de cabecera), éstas no bastan por sí solas para hacer autor a Dickens, el cual debió completarlas convirtiéndose a sí mismo en cronista de su tiempo, desarrollando su propia observación y creando su personal representación del mundo.
En esa representación, el lector entiende los motivos de los perseguidos, y se conmueve; pero también entiende los motivos de los perseguidores, aunque le repugnen, ya que forman parte de la jerarquía de valores que rige el mundo. El éxito avasallador de
La tienda de antigüedades en vida de su autor es consecuencia, claro está, de la maestría narrativa de Dickens, de la manera en que reunió diversos legados que andaban flotando en el ambiente, pero sobre todo de su agudeza para captar el drama del momento, drama que mantenía a la sociedad victoriana en un estado esquizofrénico, sometida a un dictado económico que aparecía como irreversible, pero que escandalizaba y que se sabía inmoral. Como hoy. Por eso las novelas de Dickens pudieron ser leídas con fruición por todas las clases sociales, por señores y criados, por la misma reina, y por Karl Marx, que escribió que Dickens “exhibía al mundo más verdades sociales y políticas que las que manifestaban todos los políticos profesionales, periodistas y moralistas juntos”. Echar hoy un vistazo a la nómina de sus obras, entre las que figura no menos de una docena de novelas que han sido durante más de un siglo un auténtico vivero de apasionados de la lectura, implica reconocer en él al Gulliver de su tiempo en el país de Lilliput. Todo un gigante.
-
ENLACE al artículo.