Julien Gracq se inspira en el mito sajón del rey Cophetua y la mendiga para contar el viaje a través de la noche de un hombre que huye de la guerra y encuentra alivio en un misterioso amor fugaz.
Luis M. Alonso
No sé si
El Rey Cophetua, de Julien Gracq, es una novela para leer en una noche de tormenta a la luz de velas pero sí es cierto que la atmósfera que desprende invita a ello si lo que el lector pretende es ponerse en la mejor situación. De la misma manera que uno se ha sentido embargado de misterio gracias a los relatos de Poe, las magníficas descripciones y la tensión narrativa que imprime Gracq en estas poco más de cien páginas de la traducción de Julià de Jòdar que ahora edita Nocturna ayudarían a cualquiera a reconciliarse con la literatura.
La historia tiene lugar en el transcurso de una noche, tres años después de la reinserción de su narrador en la vida civil como periodista parlamentario en París. Soldado anónimo, herido en la Batalla de Flandes durante la I Guerra Mundial y ya alejado del terrible frente, el protagonista viaja en dirección al norte, a la localidad de Braye-la-Forêt, para visitar al piloto Jacques Nueil, compañero de fatigas, que compartió con él el dolor que es capaz de asumir un soldado que ha visto de todo. Se adentra en la campiña francesa, en la tarde noche antes del Día de Todos los Santos de 1917 y mientras espera a su amigo en un caserón gótico, con las bombas que caen a distancia como ruido de fondo, inicia un romance con una mujer, sirviente de la casa, que por un instante parece ayudarle a dejar atrás los recuerdos traumáticos de la guerra. La inquietud perdura en el relato.
La casa de Braye-la-Forêt a la que acude el protagonista narrador de
El rey Cophetua está fuera de la realidad igual que su lejano emplazamiento. Cuando el tren se acerca a ella procedente de París, con la luz declinando en el paisaje, el sentimiento de separación empieza a hacerse tan profundo que el viajero en busca de su amigo se siente como si hubiera atravesado una barrera de bosques vírgenes en guardia contra la invasión de la vida de la ciudad, igual que si se tratase de una cortina de silencio. Si Neuil no llega a la cita posiblemente no es sólo por los imprevistos de la guerra, sino también por su distancia simbólica. Poco a poco el anfitrión se va alejando de la conciencia del narrador.
Al caer la noche, el mundo irreal de Braye-la-Forêt se vuelve aún más enigmático, la casa se queda sin luz por culpa de la tormenta, dejando a nuestro protagonista en la oscuridad total. «El crepúsculo tembloroso de las velas» le recuerda Mala noche, el aguafuerte de Goya de la serie Los Caprichos. Más tarde, guiándose a través de la luz de un candelabro, el narrador se encontrará con un cuadro que evoca el lienzo simbólico,
King Cophetua and the Beggar Maid, pintado por Edward Burne-Jones en 1884, que le ayudará a comprender su experiencia: el mito sajón del rey Cophetua, tratado por Shakespeare en Romeo y Julieta y Enrique IV, que inspiró a Hugo von Hofmannsthal y un también un poema de Tennyson, surge de la historia de un monarca que odiaba a las mujeres y se enamora, sin embargo, de una mendiga. Gracq se sirve de él para resaltar la fugaz relación de su protagonista con la muchacha que se presenta como sirvienta, retratada, a su vez, por André Delvaux en la película
Rendez-vous à Bray, deudora de un pasado en sombras del autor.
No existe en la literatura mayor repudio de la vanidad que la de Gracq, que rechazó el Goncourt en 1951 por su gran novela
El mar de las Sirtes y que, según se ha dicho más de una vez, hubiera rechazado el Nobel de habérselo concedido la Academia de Estocolmo. Julien Gracq, seudónimo de Louis Poirier (1910-2007), rehusó a formar parte de un mundo donde incluso los autores más serios se arrastran por el fango para competir en popularidad. Amigo de Breton y admirado por los surrealistas, evitó la televisión, sus libros jamás fueron publicados en ediciones de bolsillo y, durante su vida laboral, nunca renunció al trabajo diario de maestro como profesor de historia y geografía en un liceo.
Quiso vivir al margen, como Salinger, pero, al contrario que el autor de
El guardián entre el centeno, sin tener que cultivar la personalidad de hombre oculto.
-
ENLACE al artículo.