(CRISTÓBAL VILLALOBOS) Raras veces el panorama editorial se ve agitado por una visita del pasado, por el regalo de un escritor que, desalentado ante los rigores de la actividad literaria, olvida en algún cajón un trabajo incompleto, quizás no lo suficientemente bueno, y que, con el tiempo, descubrimos como una auténtica obra de arte que no se merece las inseguridades de su autor. Este es el caso de Las tierras del ocaso, de Julien Gracq, manuscrito que ha pasado casi cincuenta años inédito, hasta que su descubrimiento en el año 2014, siete años después de la muerte del escritor francés, constituyó un auténtico acontecimiento cultural en el país vecino. Ahora, gracias a la traducción de Juliá Jódar, podemos disfrutar de la edición castellana de esta obra, publicada hace apenas unos días por Nocturna, que sigue recuperando la obra de este creador de culto tras la publicación de El rey Cophetua (1970; Nocturna, 2010) y La península (1970; Nocturna, 2010).
Las tierras del ocaso sitúa la acción en un lugar indeterminado en el tiempo, que bien podría ser, por las descripciones, cualquier lugar de la Europa de la baja Edad Media, quizás unos inicios imprecisos de la Edad Moderna, en un Reino asediado, inmerso en una decadencia obviada por las clases privilegiadas, que asfixia a los protagonistas del relato y los empuja a salir de la comodidad de sus ocupaciones para lanzarse a la lucha, en busca de los invasores. Una metáfora que, desde los inicios de la historia, resulta familiar al lector avezado, pues el autor no oculta que se trata de una alegoría de la Francia de la ocupación nazi, una desagradable etapa de la historia que Gracq vivió y sufrió en primera persona.
Y es que Julien Gracq fue testigo de excepción de la barbarie que asoló Europa. En plena juventud, con apenas veintisiete años, se afilió al Partido Comunista, que abandonó a causa del pacto germano-soviético, para acabar posteriormente como prisionero de guerra en Silesia durante la Segunda Guerra Mundial. Una experiencia que, sin duda, fluye como telón de fondo de ‘Las tierras del ocaso’ ya que, más allá de una crítica a la hipocresía de la Francia de la Tercera República, que se dejó vencer por el nazismo ante la lucha de solo una pequeña parte del país, es un canto universal contra la opresión.
Un canto por la vida y la libertad, que son la misma cosa en muchos párrafos, extrapolable a cualquier época y lugar de la tierra, y que se materializa en el viaje y las aventuras de un reducido grupo de voluntarios que recorren «ciudades amuralladas para la nada» entre «las negras pesadillas nocturnas y el deslumbramiento frente al amanecer del mundo». Un canto de amistad y resistencia frente al cataclismo que se avecina en cada fin de época.
Las tierras del ocaso puede leerse, en parte, como una continuación de El mar de las Sirtes (1951), novela por la que Gracq obtuvo el premio Goncourt, que acabaría rechazando. Sin embargo, y como destaca en el acertado epílogo del libro Bernhild Boie, esta novela presenta una mayor amplitud de registros, mostrándose llena de acción, de imágenes, rica en tonos y matices que la convierten en una de las obras más interesantes de este autor, ya de por sí con una interesantísima obra, de la que queda mucho por descubrir en nuestro país.
Julien Gracq, uno de los grandes de la literatura francesa del siglo XX, escribe, en palabras de Luis Alberto de Cuenca, una novela delicada, exquisita, muy bien escrita. Crea un universo propio, un mundo nuevo recorrido al ritmo del paso de las estaciones, del tiempo y de los paisajes, con una maestría descriptiva y un estilo personal, en el que destaca un vocabulario y una expresión lírica que tiende al poema en prosa, en el que cada página debe ser leída con atención y paciencia, para descubrir nuevos significados e imágenes a cada nueva lectura. Un placer para los sentidos que el azar ha regalado a los admiradores de este escritor francés que parecía que no podía volver a sorprendernos.