(MANUEL HIDALGO) Después de El rey Cophetua (1970) y La península (1970), Nocturna edita ahora, con traducción de Julià de Jòdar, Las tierras del ocaso, novela que el escritor francés Julien Gracq (1910-2007) trabajó durante tres veranos (...). Los amantes de uno de los escritores más exigentes, poéticos, espirituales, plásticos y esencialistas del siglo XX caerán en la cuenta de que la redacción de este libro -rescatado póstumamente por José Corti, su editor de siempre- se sitúa en el período de máxima gracia y madurez de Gracq, es decir, entre El mar de las Sirtes (1951) y Los ojos del bosque (1954), sus dos grandes obras maestras.
El tema de la espera, muy caro a Gracq, también asoma en Las tierras del ocaso. Lo que sucede es que el protagonista-narrador y sus amigos no dejan que la espera crezca, sino que la interrumpen y la anulan con la acción, al salir al encuentro de los amenazantes bárbaros que una vez más ya invaden su reino.
Su reino, el Reino, se sitúa en un espacio y en un tiempo indeterminados, aunque en algún momento sin precisar de la Edad Media. La capital de ese reino es la ciudad imaginaria de Bréga-Vieil, sumida en la inoperancia y en la decadencia. Los protagonistas se resisten a permanecer pasivos y escapan de ella para encarar, después de una larga travesía, a los invasores, asumiendo la inevitabilidad de tener que enfrentarse a la violencia que, de hecho, se hace presente, con fuerza e inclemencia en el último tramo del relato.
No hay duda de que Las tierras del ocaso no se molesta en esconder una clara metáfora. Es una invitación a actuar, a enfrentarse a la adversidad y a los problemas, con la recomendación de la amistad y la camaradería, con el acompañamiento de la “buena gente”. Pero, más allá o más acá de su sentido, Gracq, jugando con un espacio y un tiempo que son tan exteriores como interiores, aborda con maestría y con la muleta de lo histórico la creación de un paisaje extraordinario, tan poético como duro cuando estima oportuno, de sombras y de luces, un paisaje físico que no deja de ser –o es sobre todo- un paisaje espiritual, casi metafísico. Y lo hace con ese riquísimo y preciso vocabulario que le es propio, de indudable raíz lírica, y con esas igualmente acreditadas frases largas, suntuosas, que respiran y fuerzan a respirar muy lentamente.
Veamos una muestra del largo aliento del poeta, del pintor que pinta con las palabras: “Es una superficie rasa, sin apenas altibajos, que se extiende hasta el pie de las montañas sin un árbol, sin una casa, cubierta enteramente por una especie de pelaje parejo y lustroso al sol oblicuo, pero que se adivina áspero y con una consistencia de cepillo duro: el color de paja remojada y de trigo trillado, amarillo y gris, y la apariencia nítida de alfombra lisa y nueva, con hebras recién igualadas, semejarían los de un rastrojal. Ese mar de paja de colores apagados, más pálido que el cielo, confiere a todas las cosas un aire extraño y como ajado, una indefinible luz achacosa de postrimerías”.
Ah, esta novela no es, como tantas novelas históricas actuales, un mero artefacto argumental, nutrido de personajes y episodios explosivos y redactado con estricta corrección (en el mejor de los casos). Es grandísima literatura, que aleja el temor y el prejuicio de que una novela póstuma pueda ser una obra menor -¿por qué se quedó en un cajón?- o fallida. Es un gran libro, a la altura de lo que sus lectores podían esperar de Julien Gracq.