Edición de El rey Cophetua en el centenario del escritor (El Mundo)

05 de enero de 2011

(MANUEL HIDALGO) JULIEN GRACQ
Edición de ‘El rey Cophetua’ en el centenario del escritor

Oro molido

En los días finales de la Primera Guerra Mundial, un combatiente sin nombre llega a la mansión campestre de un amigo, aviador y músico, que lo ha convocado. Llueve, hace frío, se escucha a lo lejos el cañoneo de una batalla. Pasan las horas, y el amigo no se presenta. ¿Llegará?, ¿le habrá sucedido algo?, ¿estará muerto?

La casa está vacía, excepción hecha de la presencia de la hermosa mujer que ha recibido al viajero –brazos des nudos, un candelabro en la mano– y que, parca en palabras y en información, le pide que aguarde. La espera se hace eterna. La mujer, que aparece y desaparece, se diría que es, por su comportamiento, una sirvienta. Pero es muy distinguida. ¿Es una criada?, ¿es la amante de su amigo?, ¿ambas cosas?, ¿quién es? La mujer, sin apenas levantar la vista ni mostrar del todo su rostro bajo una melena negra, sirve la cena. El amigo sigue sin llegar…

Julien Gracq publicó El rey Cophetua en 1970. El relato era una de las tres narraciones cortas de un volumen titulado La península, con el tema de la espera como asunto común.

André DelvauxUna noche, un tren (1968)– hizo inmediatamente una película, Cita en Bray (1971), que pudimos ver en España. Delvaux, hoy injustamente olvidado, gustaba mucho por entonces. La película estaba muy bien, pero, leyendo ahora el relato, creo que el cineasta belga se equivocó al introducir algunas novedades –recuerdos, otros personajes– que prestan tensión a la atmósfera. También al dar el papel de protagonista a Mathieu Carrière, aquel actor impávido que andaba con las caderas.

Julien Gracq nació –con el nombre de Louis Poirier– en 1910, cerca de Nantes. Su vida transcurrió en la penumbra y el aislamiento, dedicado a escribir y a dar clases de geografía e historia –durante más de 20 años, en un liceo de París–, antes de retirarse definitivamente a su región natal.

Luchó en la II Guerra Mundial, fue hecho prisionero e internado en un campo, cayó enfermo y fue repatriado. Ese fue el acontecimiento más agitado de su existencia. Ese, y su militancia en el Partido Comunista Francés durante tres años (1936-1939), antes de abandonarlo como protesta por la firma del pacto germano-soviético.

La personalidad y la biografía de Gracq se prestan a la curiosidad y a la reflexión. Con su vida discreta cuadra la altísima autoexigencia que se percibe en su escritura –artesanía y artes poéticos con fuertes desinencias metafísicas–, que lo sitúan de facto en una posición de aristocratismo intelectual, no sé si se podría decir que de elitismo. Sus libros siempre han sido minoritarios. Su episódica ideología comunista implica un compromiso con la sociedad y con lo colectivo –que no se traduce del modo previsible o al uso en sus libros–, eso antes de consumarse su opción por vivir en la sombra, lo que no le impidió ser el mediático protagonista de una polémica tremenda al publicar, primero, su panfleto contra la banalización y comercialización de la literatura (La literatura como ‘bluff’) y al rechazar, después, el premio Goncourt por el mejor y el más difundido de sus libros, El mar de las Sirtes (1951).

Añadamos que su estreno como escritor, con El castillo de Argol, se produjo, en 1938, junto al fuego surrealista, si bien Gracq –admirador y autor de un ensayo sobre André Breton– se mantuvo al margen del ruido escénico del surrealismo. Un tipo curioso, Gracq, digamos que comprometido con la excelencia literaria y con un par o tres de causas en las que creyó y por las que levantó la voz.

Poeta también, dramaturgo, ensayista y autor de cuadernos de notas y reflexiones autobiográficas y sobre lecturas y viajes (A lo largo del camino, El Acantilado), Julien Gracq se mantuvo siempre fiel a su primer editor, José Corti, con quien publicó sus 18 libros. Se da la circunstancia de que, en 1989, aceptó que su obra fuera editada en La Pléiade, cuando resulta que Gallimard rechazó, 50 años atrás, su primera novela.

Julio Verne, Edgar Allan Poe y Stendhal fueron, de joven, sus escritores configuradores. Se vio,