(MARA MALIBRÁN) A pesar de inscribirse en la llamada literatura de la Shoah, al dar cuenta el genocidio judío, Un paisaje de cenizas es sobre todo un relato conmovedor sobre la fuerza de la voluntad y la amistad. Su autora, la francesa Élisabeth Gille, era hija de la gran escritora rusa Irène Némirovsky, muerta en Auschwitz.
Élisabeth y su hermana Denise, con cinco y siete años, fueron enviadas al sur de Francia un año antes de la desaparición de sus padres: llevaban consigo fotos, algunas joyas y el manuscrito del último libro de su madre, que luego sería uno de los grandes frescos literarios sobre la II Guerra Mundial, Suite francesa (Salamandra). Durante dos años, de 1943 a 1945, vivieron en la clandestinidad para evitar ser deportadas.
Tras la contienda, Élisabeth se dedicó a la literatura. Su primera novela de búsqueda del pasado fue una biografia sobre su madre (Irène Némirovsky, El mirador, Ediciones Circe). En Un paisaje de cenizas, aborda su propia historia novelada. Lea, una niña judía de cinco años, que en plena guerra es escondida en un internado religioso de Burdeos. Inteligente y obstinada -"cuanto más se borraban sus recuerdos, más se los inventaba"-, encuentra en su amiga Bénédicte el bálsamo a su carácter indómito. La forja de su rebeldia, el empeño por descubrir la verdad discurren en el escenario de una posguerra que intenta ocultar el horror de los campos de exterminio. "En el fondo, esa niña no sabía nada de sí misma, nada de sus orígenes ni de su identidad. No era más que una tierra quemada, un paisaje de cenizas".
En la segunda parte, la novela nos lleva de la mano por el París intelectual de los altos 50 -Sartre, Wright, Jankelévich-, que sumerge a las dos amigas, Lea y Bénédicte, en un final inesperado y demoledor. Un relato magnífico que agita el ánimo tanto como literariamente lo complace.