(FERNANDO LARRAZ) La historia de un mago, Arthur Beerholm, sirvió a Daniel Kehlmann (Munich, 1975) hace casi veinte años para tejer su primera novela, ahora por fin traducida al castellano, en torno a una serie de reflexiones acerca del autoconocimiento, los límites de la mente humana y la racionalidad del mundo y el poder que su control puede generar. Le sirvió sobre todo para crear un personaje singular, apasionado y excéntrico, dotado de una mente perturbadora y solitaria.
Beerholm no hace trucos, hace magia, dice en cierto momento de la narración y ello es así gracias a que posee desde pequeño la aspiración de dar con la raíz matemática del mundo, y la persigue de manera metódica e iluminada, lo cual le lleva a desafiar a la percepción cotidiana de los sentidos y a prolongar el poder de la conciencia para transformar el mundo y explorar las leyes de la naturaleza hasta sus límites. Es decir, como él mismo cae en la cuenta, a no ser un impostor que hace trucos y entretiene a un auditorio sino a intervenir efectivamente sobre la realidad.
La noche del ilusionista está construida como una confesión que arranca y culmina en lo alto de una torre de televisión. Se trata de la escritura de la propia trayectoria vital, en la que el ilusionista no se recrea en el detalle de las anécdotas, que narra con ritmo ágil y sucinto, sino que trata constantemente de dotarlas de un significado. Es la magia el camino personal que, después de abandonar el de la Teología, sigue para ello y que lo conducirá al desencanto final. El descubrimiento de su vocación, a la que parece llevado por los acontecimientos —y, singularmente, por la muerte de su madrastra a causa de la caída de un rayo— y su carácter cerebral, su acusada tendencia a la introspección y al autoanálisis, determinan su búsqueda de aprendizaje como mago profesional, en cuyo desempeño logrará éxitos sin precedentes. Con los números minuciosamente estudiados, Kehlmann aspira a dar un sentido al caos externo, un caos que se deja más que atisbar en las páginas de la novela, sobre todo, cuando alcanza un éxito y popularidad que lo va alejando cada vez más de los usos sociales del mundo, repletos de estupidez y de medianía.
Lo más reseñable de esta novela es que Kehlmann ha sabido hallar un tono para su historia y que este tono es perfectamente acorde con la razón de su escritura —el carácter confesional de la misma (al final sabremos el porqué del acto de escritura del protagonista sobre su propia existencia)— y con el propio personaje, extraordinario, imperturbable, casi insensible en todo lo que no signifique su obsesiva búsqueda personal. El buceo que el narrador hace por su propia atormentada psique supone un descenso a los infiernos en el que sobre todo lo demás cae una tupida niebla de futilidad, incluido el esquematismo subjetivo al que reduce al resto de personajes. Ello otorga a la narración un carácter magnético e irreal. Como cabía esperar a tenor del tema, lo maravilloso se incorpora con naturalidad a lo real y, en la consecución de tal propósito, Kehlmann logra excelentes páginas, en las que domina los cortes de información repentinos, como en la resolución de un número, o en las que lo onírico difícilmente se separa de lo real. Hay, en su contra, cierta propensión al exceso especulativo, que hace que determinadas páginas afloje la tensión y que la pasión del personaje ceda en la atención del lector ante los excesos y retorcidos razonamientos y sutilezas verbales. Quizá se note en demasía la voluntad por trascender la historia de este mago y darle un alcance filosófico que no termina de cuajar. Pongamos en el otro platillo de la balanza la indudable aspiración de Kehlmann a la originalidad, su búsqueda de un estilo propio y tengamos en consideración que es la primera novela de un jovencísimo escritor para decir que en ella estaban latentes promesas que ha venido confirmando en su magnífica obra posterior.