(JAVIER MENÉNDEZ LLAMAZARES) Élisabeth Gille (París, 1937-1996) fue una destacada editora y traductora francesa, y dejó también tres libros, entre los que destaca este Un paisaje entre cenizas, cuyo éxito no pudo disfrutar por su prematuro fallecimiento. Una novela que le sirvió, seguramente, para exorcizar sus propios demonios, pues al menos durante la primera parte recrea episodios de su infancia, si bien a través de un personaje interpuesto, Léa Lévy: la hija de un matrimonio judío de origen ruso pero afincado en París consigue librarse de los arrestos nazis al refugiarla sus padres en un colegio católico.
Es 1942 y Léa –igual que Élisabeth, hija de la escritora Iréne Némirovky– tiene cinco años, y sobrelleva como puede una pérdida que no cree más que transitoria. Para superar el trance, contará con la ayuda de otra niña, algo mayor, Bénédicte. En esos difíciles momentos, Léa comienza llevar una contabilidad emocional no del todo sana: su cuaderno secreto es todo un memorial de agravios. En él consigna cuidadosamente lo que le sucede, pero incidiendo en lo negativo; anota, sobre todo, las novatadas, desplantes y pequeñas agresiones que sufre por parte de compañeras de internado.
Al terminar la guerra, los padres de Bénédicte la acogerán, si bien el destino de sus padres será un tema que pretendan evitar a toda costa. Años después, ese afán justiciero no desaparecerá sino que se irá incrementando; de hecho, en sus nuevos cuadernos lo que anotará serán todos los encausados en los procesos por colaboracionismo durante la guerra, y hasta logrará asistir discretamente –fingiendo ser la hija de una conserje– a muchos de los juicios del tribunal militar de Burdeos, siempre esperando dar con los gendarmes que se llevaron a sus padres. Será en uno de esos procesos, precisamente a un grupo de colaboracionistas encargados de la levas de judíos y que saldrán en libertad por haber cumplido la prisión preventiva, cuando Léa estalle y monte un tremendo escándalo, exigiendo explicaciones a los supuestos verdugos de su familia.
No sabemos hasta qué punto llegan los trazos autobiográficos de Gille, pero el personaje de Léa dibuja a la perfección el ansia de justicia y la desazón de quien considera que no se puede pasar de puntillas sobre el exterminio de sus seres queridos, porque cada uno de los seis millones de judíos masacrados lo eran. Una reivindicación en la que cree que nadie la apoya, hasta que el descubrimiento del profesor Vladimir Jankélévitch venga a sacarla de esa absoluta soledad.
Entre tanto, las heridas del alma cicatrizarán mal: quien ha visto en los cafés elegantes carteles de "Prohibida la entrada a judíos y perros" no puede ya sino refugiarse en una frialdad de espíritu que inquieta a quienes le rodean. Y la crisis de identidad será tal, que Léa incluso interpretará las tesis de Jean Paul Sartre –«Sólo se es judío a través de la mirada ajena, y perfectamente se puede decidir no serlo»–, para incluso considerarse como "no judía".
Será más tarde, en su juventud en la universidad parisina, en un ambiente trufado de canciones censuradas de Brassens y Boris Vian, cuando pueda reencontrarse consigo misma, a través de la militancia revolucionaria y el apoyo a la subversión en Argelia.