(FRANCISCO SOLANO) A Julien Gracq se le podría aplicar la distinción que él veía en Proust: el poder de resolución de la mirada. Los hechos, en su narrativa, son siempre difusos, en general más atmósfera que suceso, pero con esa contingencia se origina el movimiento, o más bien el enclave de la mirada que al desplazarse fusiona la intimidad y la contemplación.
El rey Cophetua es evocativa porque todo traspasa cuando sucede.
Y, no obstante, no se dice nada que no corresponda al tiempo de la emoción. La cuestión es: ¿en qué tiempo sucede la emoción? Del protagonista sabemos que fue herido en la batalla de Flandes, que un amigo músico y piloto lo ha citado, el día de Todos los Santos, en su villa de Braye-la-Forêt, y que se trata de un encuentro deseado, aunque él ignora su ansiedad porque conoce poco a su amigo. La guerra aún no ha terminado, pero todo indica que ya no durará. Y, mientras rememora su escueta amistad, llega a la villa donde una doncella le comunica que el señor Nueil no ha llegado. Mientras espera, la presencia de la criada invade su imaginación, transfigurando la demora del amigo en una expectativa de deseo que la mujer impone con un ritual de silencio, apariciones y ocultamientos en la que ella es «un interrogante, un puro enigma». Resulta sobrecogedor de qué modo su prosa, tan envolvente, disciplinada e insinuante, transmite la irradiación y el insondable ofuscamiento con que se insinúa el amor clandestino. Esta novelita es una exquisita filigrana bordada con los hilos plateados de la leyenda del rey y la mendiga, cuya historia se corresponde con la sumisión a la belleza. No leerla es perderse una de las joyas literarias de este otoño.
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