(ANDRÉS AMORÓS) El verano es un gran tema literario: la vacación, el despertar de la sensualidad, los amores que no duran... también, un paréntesis en la vida cotidiana que, por definición, camina hacia su final. En esa órbita puede situarse esta novela corta de Eduard von Keyserling, un narrador alemán que -como tantos centroeuropeos- estamos redescubriendo ahora los lectores españoles.
Me sonaba a mí este apellido por su pariente, el filósofo Hermann Keyserling, que tuvo aquí más repercusión. Eduard von Keyserling (1885-1918) perteneció a una noble familia alemana del Báltico (más o menos, de la zona de Estonia y Letonia); vivió en Viena y Munich; escribió novelas y obras teatrales, dentro de la órbita estética del fin de siglo, que hoy nos parece tan compleja y atractiva. Nocturna está rescatando ahora, para los lectores españoles, varias de sus obras. Como aval, baste con recordar el juicio del exigente Thomas Mann: "Siempre será amado y siempre gustará".
El tema no es, ciertamente, original: un niño de 11 años, Paul, inseguro, sensible, con "impaciencia vital", que no entiende a los adultos, se siente menospreciado por su padre y marginado por otros chicos de su edad. Su padre encarna el orden; su madre, el cariño sensible. Todo sucede en un "precioso tiempo de vacaciones", que va a concluir. Pero a todo ello se une un dato histórico: va a comenzar la guerra (la Primera Guerra Mundial: el autor murió el mismo año de su conclusión), que destruirá todo ese pequeño mundo feliz...
No hay originalidad en el tema pero sí sensibilidad exquisita y maestría en su tratamiento. El estilo se mueve en esa línea sutil que enlaza, a fines del XIX, el naturalismo con el impresionismo. (No debe extrañarnos esta unión, aparentemente contradictoria: es la misma que podemos encontrar en la Pardo Bazán y Clarín, por ejemplo; a Emilio Zola lo retrata el impresionista Edouard Manet, su amigo). Abundan, en la novela, las frases sueltas, los rayos de luz, las referencias musicales: el campo es "una música tranquila y monótona"; una mujer, "el lento apagarse de un sonido"; no sabemos si canta la madre por ahuyentar su tristeza o porque ya no está triste...
Igual que en Chéjov, se sugieren muchas más cosas de las que se dicen (el llamado subtexto) y sentimos compasión por el dolor universal: todos los personajes parecen maleteros, intentan darse la mano, bailar, hacer reverencias, olvidando "las pesadas maletas que aplastan los hombros de cada uno de ellos".
No es alegre, no, este relato pero está maravillosamente escrito, desde la perspectiva de un niño sensible. El calor implica la amenaza de un tormenta: el final del verano supondrá también el final de un mundo, individual y colectivo, en el que ya no cabe ningún "rincón tranquilo".
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