(JAVIER MENÉNDEZ LLAMAZARES) Pressereif es un concepto alemán cuya traducción no es muy compleja en el plano lingüístico –‘maduro para la imprenta’, vendría a significar–, pero sí en el cultural. Y es que el término, más que a una obra lista para ser bendecida por el invento de Gutenberg, suele aplicarse a un autor, cuando se considera que ya ha conseguido una prosa merecedora de verse en letras de molde.
Daniel Kehlmann (Munich, 1975) alcanzó ese oficioso estatus tal vez algo precipitadamente, cuando con apenas veintidós años publicó su primera novela, La noche del ilusionista, en 1997.
Aún habría de pasar una década hasta que llegase su gran éxito de ventas, La medición del mundo, pero su ópera prima ya consiguió una recepción amable por parte de la crítica, incluyendo reseñas en diarios tan prestigiosos como el Frankfurter Allgemeine, si bien no tanta fortuna comercial. Anticipa, eso sí, algunas claves de su obra posterior.
En la novela, nos habla directamente el ilusionista Arthur Beerholm. Lo hace desde algún momento indeterminado de la segunda mitad del siglo XX –aunque la cronología aquí no resulta muy trascendente, pues el tiempo resulta más bien nebuloso–, también desde lo alto de una torre de televisión –la geografía tampoco importa demasiado; en lugar de topónimos concretos se habla más de ‘la ciudad’–. El mago, retirado en la cúspide de su éxito, escribe compulsivamente sobre su propia vida, comenzando por su infancia, su familia adoptiva y la pérdida traumática de la figura materna. Tras un comienzo algo farragoso –pesa la tradición germánica, en la que la reflexión prevalece sobre la narración–, y el obligado repaso a la infancia y etapa escolar, el relato va ganando cuerpo y centrándose en la compleja personalidad de Beerholm, un niño bien carente de afecto e indiferente ante cualquier emoción, que ve el mundo con los ojos del científico. Tan sólo la prestidigitación consigue superar a su juvenil afición por las matemáticas, truncada tras una mala experiencia sobre el escenario. La pirueta argumental llegará cuando el protagonista se empeñe en estudiar teología y tomar los hábitos menores, siendo evidente su descreimiento. Pero tras asistir a una representación del magistral Van Rode, que hace bailar los objetos y llena las tazas de café, Beerholm se empeñará en convertirse en ilusionista, hasta el punto de llegar al convencimiento de que realiza verdadera magia.
Con tintes oníricos, episodios febriles y estructura circular, Kehlmann construye un relato apasionante, paradójicamente, con un personaje que casi podría padecer el síndrome de Asperger. Pese al ritmo en ocasiones lento que propician las constantes reflexiones, el relato más que leerse se devora, en pos de un final que el autor va preparando cuidadosamente, haciendo que la frustración crezca como una larva dentro del éxito.
A pesar de la muy meritoria labor de Helena Cosano con la versión en castellano –por cierto, que la importante tarea del traductor cada vez recibe más reconocimiento, en concreto apareciendo en la portada del libro–, el inevitable lost in traslation escatima mordiente al título de la novela; el original alemán es Beerholm Vorstellung, que juega con la polisemia de vorstellung, que lo mismo puede ser ‘espectáculo’, ‘concepto’ o ‘imaginación’. Curiosamente, todos las acepciones del término encajarían, pues lo que el ilusionista nos ofrece, más que una representación, pretende que se una concepción del mundo; una concepción que trasciende lógicamente el realismo, y que a menudo se funde en el relato con lo imaginado por el narrador.