(JAVIER MENÉNDEZ LLAMAZARES) A los doce años, Yamashita pierde a su abuela, y el primer día que regresa al colegio los amigos le saludan con un: «¡Eh, gordinflón! ¿Es verdad que tu abuela estiró la pata?». Y con esa espontaneidad que sólo puede dar la edad, el muchacho contesta con total naturalidad: «Sí, estiró la pata», y les relata el funeral y la incineración, además de describir el gesto del cadáver, con la inocencia de quien no ha terminado aún de asimilar lo ocurrido.
Para el joven Yamashita y sus amigos Kawabe y Kiyama (quien narra la historia), este será el primer contacto con la muerte de alguien cercano, y despertará en ellos una curiosidad insaciable; tanta que, convencidos de que un anciano del vecindario fallecerá en breve, se proponen espiarle con la intención de poder ver con su propios ojos un cadáver.
Comprender la muerte es parte de la formación de toda persona, en el largo camino hacia la vida adulta, y nuestros muchachos lo harán a través de este propósito morboso y algo alocado, que provocará que se inicie una especie de juego en el que, inesperadamente, el propio anciano terminará por participar, porque entre sus planes no está precisamente el morirse, sino que traba contacto con sus inesperados observadores, con los que acabará compartiendo su experiencia de la vida.
La novela, así, orbitará alrededor de la relación, y sobre todo las conversaciones, entre los tres jóvenes y el anciano, que les servirán para mucho más que satisfacer su curiosidad por la muerte; hablarán sobre la amistad, la guerra, el futuro… Algo que les servirá, además, para plantearse qué rumbo quieren dar a su propia existencia.
Nos hallamos, pues ante una novela de iniciación que tiene todos los ingredientes para captar la atención del lector: temas universales e inmortales, como la vida, la muerte, la adolescencia y el descubrimiento del mundo; la distancia generacional, que en principio parece insalvable, será superada mediante la amistad, y sobre todo mediante la comunicación; los tres jóvenes también descubrirán la importancia de los demás; y sobre todo un dibujo de personajes que parte de lo prototípico (uno es el estudiante desgarbado, otro el gordito de la clase, y otro el friki, tres papeles imprescindibles en cualquier aula que se precie) pero que es capaz de trascender las etiquetas para mostrar que, incluso en Japón, no basta con los prejuicios para catalogar a las personas.
Si además añadimos un estilo delicado y levemente irónico, y unas aventuras divertidas pero no tan disparatadas como para perder verosimilitud –como la pequeña travesura de orinar por la ventana, tratada con más humor que escatología–, un estilo de evocación de la juventud más romántico que desengañado, y un puñado de escenas tan memorables como la de la mujer del miso –la ‘leyenda urbana’ de cómo la esposa de un fabricante de miso, que se citaba con su amante en el almacén, se vengaba sibilinamente del adulterio, acabando con ambos amantes, él despeñado y ella emparedada en el almacén; claro que, desde entonces, como si de una maldición se tratara, ya no se pudo volver a elaborar miso en aquella casa, hasta entonces la más próspera del lugar; la pasta se agriaba y se pudría. Y la viuda acabaría convirtiéndola en una pensión–.
En definitiva, una deliciosa novela para jóvenes, que seguramente disfrutarán mucho más los adultos.