(ÁNGELES LÓPEZ)
En una ciudad de Suiza, un hombre reside junto a su mujer y sus hijas. Sólo ha logrado vivir como un turista en su país de adopción. Pero el apacible presente le retrotrae a su infancia en la Rumanía de Ceaucescu. Participando de la autobiografía pero con multitud de interferencias ficcionadas, extrae Popescu el material del que está compuesto su pasado a través de la voz en segunda persona de su abuelo, que sabe más de los personajes que ellos mismos. Todo lo ve, pero no le adiestra. Sólo registra sus movimientos, pasiones, miedos y esperanzas, tutelando la narración. Un recurso extraordinario que engarza al nieto con el origen y proporciona al texto un aire de leyenda.
Un texto emocional
La narración arranca con la muerte de su padre cuando nuestro protagonista no alcanza los 15 años. Su universo se circunscribe a privaciones, cartillas de racionamiento, gatos, cerezos y una existencia con la abuela materna después del divorcio de sus progenitores. Hasta los 28 años su historial no será completado con su duro paso por el ejército. La plasticidad de las palabras de Popescu nos conducen por meandros costumbristas, apegados a la tierra, donde lo intrascendente, la escasez, el mosaico de razas, las putas, los pobres, los desalmados y los seres caritativos logran componer la osamenta emocional de una vida en un tiempo áspero. Trufa la evocación del ayer con un presente ocupado en pegar carteles en una ciudad donde «por todas partes hay gente caminando en todos los sentidos». De Lausana a Rumanía y a la inversa nacen estas páginas que desafían el lenguaje. ¿De dónde bebe un escritor si no es de su propio fango? Huyendo de la autocomplacencia o de la alegoría, sabedor de que sólo cuando un universo particular se convierte en universal nace la verdadera literatura.
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