La península (Cuadernos, suplemento de El Periódico Mediterráneo)

30 de octubre de 2012
(IRENE GRAS) "En mi vida no ha habido más que partidas. Nunca me ha gustado llegar", reflexiona Simon, el protagonista de La presqu’île (La península), novela de Julien Gracq, inédita en español hasta que Nocturna Ediciones la ha rescatado para nosotros. Publicada originalmente en 1970 por su habitual editor francés José Corti, el libro forma parte de un conjunto de tres relatos interrelacionados únicamente por su estilo narrativo y la transfiguración del paisaje, entre los que destaca El rey Cophetua, que versa sobre el mítico rey Cophetua –que desdeñaba a las mujeres y se creía inmune al amor–.
En esa obra, el punto de partida es la leyenda mítica y amorosa de Tristán e Isolda; aunque, para ser más exactos, el origen reside en la ópera homónima de Wagner –concretamente el preludio y la aceleración pre-amorosa posterior–, en el que prima, sin lugar a dudas, “la impaciencia del amor”. A lo largo de esta novela podemos apreciar la influencia del romanticismo, del mismísimo Marcel Proust y del movimiento surrealista –huelga decir que conocía a André Breton–. Las influencias del surrealismo se aprecian visiblemente en el uso metafórico y la conexión constante del inconsciente, es decir, del mundo interior del protagonista con el exterior que le rodea; del romanticismo es más que pausible el típico paisaje dramático y descontrolado del pintor Caspar David Friedrich; y por último, es palpable la fuerza y vigorosidad de Wagner en la pasión impaciente y la batalla interior del protagonista por el deseo contenido, mientras que de Proust toma la fuerza de evocación y la idea ‘bergsoniana’ del tiempo.

Maestro indiscutible en el arte descriptivo, Gracq usa las palabras sumido por la sensualidad del sonido que emanan al ser pronunciadas. La península avanza al ritmo de la espera de Simon, angustiosa y sensual, sosteniendo la trama por el movimiento interno de una sucesión de metáforas que aumentan la tensión dramática en algunos casos. Como en el caso de Proust, en este relato el tiempo se alarga indefinidamente, la tarde no acaba nunca, el paseo se extiende hasta el  atardecer sorprendido por la llegada de la noche, como algo casi inesperado. Todo gira en torno a la espera de Simon, que ansioso aguarda la llegada en tren de su amante Irmgard rodeado de recuerdos de su niñez. El reencuentro con los lugares de su infancia y la congoja y excitación que siente por la espera de su adorada amante provocan en Simon sensaciones confrontadas.

La novela trae consigo un halo de misterio que se conjuga a la perfección con la contraposición y tensión existente entre los diferentes paisajes –el físico y el propio interior de Simon–. Así pues, todo gira en torno a la espera, que aprovecha para recorrer la península de la Guérande, donde apreciamos la maestría de Cracq en la narración descriptiva, yo diría poética, en la que nos dibuja con una magnífica sutileza y precisión asombrosas, un paisaje propio del romanticismo, encadenado por una serie de metáforas e  imágenes alegóricas que nos retrotraen a la pintura oriental de artistas como Hokusai. Al mismo tiempo, transmite una gran sensación de soledad, pero contrariamente y paradójicamente, deseada. Las sombras del bosque, la atmósfera bulliciosa de la playa, la carga solar en las figuras que vuelven lentas del mar, las corrientes de aire y del ánimo, los pasos rápidos y sutiles entre el presagio lúgubre y la felicidad del deseo, las imágenes de Irmgard, su recuerdo a veces intensos como una presencia física, un paisaje sensual que vibra en un goce de pura musicalidad wagneriana… Todo ello está magistralmente descrito por la figura de un escritor comprometido y discreto que escribía en silencio su propia poética.

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