Preguntas como ¿te has visto implicado alguna vez en la seducción de una niñera? ¿has regalado alguna vez un animal de compañía a un niño? o ¿crees que serías capaz de hacer algo con un trozo de corteza de abedul? no forman parte de ningún cuestionario Proust del siglo XXI. Son el material con el que, a lo largo de 150 páginas, el floridano Padgett Powell ha compuesto una increíble narración titulada
El sentido interrogativo (Alpha Decay).
Powell no sólo mantiene la atención del lector de la primera a la última línea sino que, además, consigue que uno intente responder, casi sin quererlo, a todo tipo de inquisiciones sobre hábitos, torpezas, fantasías, delirios, recuerdos, dilemas o habilidades. El resultado -además de la primera de estas veinte recomendaciones estivales de lectura que con seguridad nadie más le hará- es una novela en la que el protagonista, claro, acaba siendo uno mismo.
De EE UU nos ha llegado también la futurista
Blade Runner: una película (Escalera), cuyo título le tomó prestado Ridley Scott a William Burroughs para su filme de culto. Una suntuosa fantasmagoría sobre la asistencia sanitaria universal en un mundo posapocalíptico.
Futurista es igualmente
Kallocaína (Gallo Nero), de la sueca Karin Boye, quien diez años antes que Orwell imaginó una sociedad estabulada regida por el suero de la verdad. Da escalofríos. Tantos como
La residencia de estudiantes (Funambulista) de ese prodigio japonés que es Yoko Ogawa, una mujer capaz de convertir la vida cotidiana en un pausado «
thriller» que encoge las venas.
Dos clásicos norteamericanos. Del semimaldito James Purdy, a quien EE UU nunca le perdonó que fustigase su hipócrita puritanismo, la descacharrante
Cabot Wright vuelve a las andadas (Escalera), donde un sempiterno proyecto de novelista viaja a Nueva York en busca de un violador en serie que lo surta de mimbres para escribir su «gran obra». Y de una de las glorias mayores de la literatura del siglo XX, Thomas Wolfe, la emocionante
Una puerta que nunca encontré (Periférica), indagación en torno a la perpetua frustración de anhelar lo que no llega, escrita con el impulso poético de quienes sólo generan lenguaje desde la entraña del lenguaje.
Cuando la acaben necesitarán un poco de acción. La encontrarán a raudales en
¡Arriba las manos! (Eterna Cadencia), una espléndida antología decimonónica de crónicas policiales latinoamericanas a cargo de una variopinta escudería que lo mismo incluye a comisarios que a psicólogos criminales o a glorias de las letras como Martí y Rubén Darío. ¿Hubiera podido lidiar con alguno de esos casos Plinio, el detective manchego ideado por García Pavón? Despejen las dudas con
Una semana de lluvia (Rey Lear), una historia de suicidas embarazadas ambientada en Tomelloso que retrata la España de principios de los setenta al hilo de una sutil intriga.
¿Necesitan fantasía de la buena? ¿Goticismo? El romántico alemán Von Kleist fue uno de los padres del género, como reflejan sus
Cuentos completos (Acantilado), volumen imprescindible en cualquier biblioteca que se precie. El autor de El duelo bebe de la misma tradición que alimenta los
Cuentos populares polacos (Cátedra), deliciosa compilación de aventuras y desventuras de diablos, brujas, ogros, aparecidos y otras pavorosas cristalizaciones del inconsciente colectivo.
Kleist murió algunos años antes de que naciese Alejandro Dumas (hijo), conocido por una obra reeditada cada tanto,
La dama de las camelias (Nocturna), pulpa nutricia de
La Traviata, que André Maurois ilumina en breve y certero prólogo. Dumas padre, por su parte, hizo de todo. Los amantes del arte pueden reencontrarse con él en
Tres maestros: Miguel Ángel, Tiziano, Rafael (Gadir), un volumen que aúna ojo certero, amenidad y erudición.
Como la memoria colectiva es cruel, tal vez ya casi nadie recuerde a Sacha Guitry, uno de los reyes de la comedia musical. Cineasta, actor y escritor, Guitry es el autor de estas amorales
Memorias de un tramposo (Periférica), una novela que vuelve del revés todos los códigos excepto el de la risa.
A la griega Amanda Mijalopulu no es que no la recuerden, es que con probabilidad aún no la conocen. Cuando lean
Me gustaría (Rayo Verde) ya no podrán olvidar su capacidad para mezclar en sus cuentos el surrealismo y el trajín diario.
Olvidar es la involuntaria ocupación de los enfermos de alzheimer. Quienes aún no sean capaces de imaginar el drama que desencadena este mal encontrarán en
Desarticulaciones (Eterna Cadencia), de la argentina Sylvia Molloy, un pavoroso relato del proceso de evanescencia de las sinapsis. Quienes, por el contrario, estén en contacto con él, hallarán en estas páginas motivo de reflexión y tal vez un rayo de luz.
Hemos hablado de vanguardia, futurismo, escalofríos, risas, policías, clásicos, tragedias cotidianas. ¿Qué tal acabar con un poco de exotismo? La subyugante
En el Uadi (Barataria), de la escritora australiana Michèle Drouart, traslada al lector las experiencias de un año en un poblado jordano. Una gran ayuda para entender un poco esos universos árabes tan presentes en nuestras vidas.
Ahora bien, si hubo en el siglo XIX dos apasionados de lo exótico fueron Salgari y el griego Lafcadio Hearn, llave de la cultura japonesa en Occidente.
Youma (Errata Naturae) trata, sin embargo, de la Martinica, isla paradisíaca en 1848, cuando las revueltas de esclavos colocan a la joven protagonista en una encrucijada que la prosa de Hearn eleva al altar del clasicismo.
En cuanto a Salgari, que nos hizo viajar por las siete esquinas del planeta, nunca salió de casa. El italiano Ernesto Ferrero nos acerca en la novela
El último viaje del capitán Salgari (Ático de los Libros) a sus últimos días y, a través de ellos, a numerosos detalles de su vida.
El brasileño Amilcar Bettega va camino del Parnaso, pese a que sólo ha publicado tres libros de cuentos.
Los lados del círculo (Baile del Sol) es el tercero y en sus doce fragmentos, que se hacen ecos y guiños, se combinan una excelencia literaria poco común, el sarpullido que le produce el orden social y una gran capacidad para ahondar, desde lo real y desde lo fantástico, en el misterio de lo humano.
En buena medida, todos estos atributos pueden aplicarse al autor de la vigésima y última de estas recomendaciones: el japonés Kobo Abe, hito miliar de la narrativa del arhipiélago, que en
Los cuentos siniestros (Eterna Cadencia) demuestra cómo la fusión del escalofrío occidental y la pausada armonía oriental posee mayor capacidad de destrucción que una tonelada de trilita. O casi.
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