No quisiera quedar como un exagerado al afirmar que este libro de poco más de cien páginas, y en esta versión, constituye un acontecimiento literario que, probablemente, no situará a Gracq en las listas de los
best sellers; nunca fue, y no podía ser, un autor de muchedumbres, pese a su estatuto de clásico moderno en Francia, ya entronizado desde los años noventa en los dos volúmenes de sus obras completas dentro de la Bibliothèque de la Pléiade.
Preguntado en cierta ocasión sobre el influjo de su formación científica en su obra, Gracq respondió que “cuando se ha hecho geografía física es igual de imposible al mirar un paisaje dejar de ser geógrafo de lo que lo es para un médico que mira una escultura olvidar la anatomía y las sesiones de disección”. Gracq el escritor (escindido del profesor de geografía Louis Poirier, su verdadero nombre) hace habitable en sus novelas una Bretaña primordial y descrita en bellísima minucia como un lugar lleno de resonancias del tiempo ido pero a la vez sujeto al color y a las figuraciones de lo contemporáneo. De hecho, el protagonista de
La península, Simon, se pasa casi todo el relato conduciendo su coche y esperando trenes que pueden traer de pasajera a Irmgard, la amante con la que fantasea en un delirio diurno o sueño anticipado.
Gran maestro en el arte descriptivo, equiparable a Proust, Gracq usa las palabras llevado por una sensualidad del sonido que le procura al lector no ya aquel “placer del texto” que señalaba Barthes, sino una intensa y verdadera lujuria de la lengua. Todo ello sin amaneramiento ni poses verbales;
La península avanza al ritmo de la espera de Simon, angustiosa y sensual, sostenida la trama por el movimiento interno de una sucesión de metáforas que nunca son estampas, pues añaden densidad dramática y crean tensión. Cito un ejemplo: “Tan cerca como estaba ahora del placer que el tren nocturno le acercaba a toda velocidad, le parecía que el paisaje que le rodeaba hubiera debido de enarbolar alguna señal precursora, algo así como esas comitivas musicales, esas calles alfombradas, esas carretas enjaezadas que advierten de la proximidad de las romerías aldeanas”.
Científico de la construcción narrativa y orfebre de la frase (y modelo en las dos instancias de Juan Benet, para quien fue seminal, más que Faulkner), leer a Gracq consiste en introducirse en un paraíso intoxicante donde, entre la vegetación frondosa y bellísima siempre hay, a punto de brotar, un convulso mundo de pasiones (el escritor coqueteó con el surrealismo y publicó un libro, lleno de interés, sobre André Breton). Da gusto poder decir que en Julià de Jòdar Julien Gracq ha encontrado a un traductor de una calidad extraordinaria, nada frecuente, y mucho menos al enfrentarse a quien es, por su ritmo, su precisión y la riqueza un tanto arcaizante del léxico, un autor de los que se suele considerar intraducibles. Pues aquí está, traducido de modo deslumbrante por un novelista —y eso produce más asombro— de lengua catalana que maneja el castellano con un rigor y una inspiración inmejorables. Sólo es de señalar, a riesgo de caer en la mezquindad ante un trabajo de tanta perfección, el pequeño desliz de ese “llegase con el tren” (por “serait dans le train”) o el uso corrompido por el habla corriente de “derelictos” en vez de “derrelictos”, aunque es de justicia resaltar que la recuperación de la palabra castellana en su acepción auténtica de substantivo (traduciendo la francesa “épaves”) es uno de los incontables logros del traductor.
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