La península (La República Cultural)

20 de marzo de 2012
(JOSÉ RAMÓN MARTÍN LARGO) “En mi vida no ha habido más que partidas. Nunca me ha gustado llegar”. Así reflexiona el protagonista de La península, novela de Julien Gracq que ha publicado Nocturna Ediciones y que viene a contribuir a la recuperación en castellano que de las obras nunca traducidas de este autor ya inició la misma editorial con El rey Cophetua.
Los relatos de Gracq suelen ser una variación sobre un tema previo; y si en la novela citada más arriba se trataba del mítico rey Cophetua, que desdeñaba a las mujeres y se creía inmune al amor, aquí el punto de partida es la leyenda de Tristán e Isolda, y más concretamente la ópera que Wagner escribió sobre el tema, a la que el narrador alude por partida doble. En primer lugar para recordar el motivo musical que abre el preludio del último acto (único momento en que Isolda está ausente), y cuya melodía pasa fugazmente por la cabeza del protagonista, una melodía que lleva el título de La soledad. La segunda cita wagneriana se produce ya al final de la novela, cuando el protagonista evoca el ritmo atropellado y desenfrenado de la orquesta en el pasaje llamado “La impaciencia del amor”.

Es bien sabido que Tristán e Isolda es la referencia romántica universalmente reconocida acerca del asunto del amor y la muerte, lo que puede resultar paradójico en este autor de apariencia fría y hasta misógina. Sin embargo aquí, como en El rey Cophetua, volvemos a encontrarnos con una historia de verdadera pasión, aunque expresada, eso sí, de una manera voluntariamente contenida, antirromántica, eludiendo los lugares comunes y las sensiblerías que son propios del género. En ambas novelas la referencia mítica o legendaria puede pasar no obstante totalmente inadvertida para el lector, actuando más bien como idea motriz que da a la narración su primer aliento o como clave que en general permanece oculta y muda, profundamente arraigada en los entresijos del texto.

El argumento de La península, como es corriente en la obra de Julien Gracq, es de una sencillez extrema, ya que también aquí lo memorable no es la anécdota en sí, sino aquello a lo que ésta, convertida en flujo de conciencia, da lugar. Simon, del que no sabemos otra cosa que su nombre, se encuentra en la estación ferroviaria de Brévenay, imaginaria población bretona, aguardando la llegada del tren que debe traer a su amante, de la que sólo sabemos que se llama Irmgard. Previamente ésta ha comunicado a Simon que podría perder el tren de la mañana, en cuyo caso llegaría a Brévenay en el siguiente, ya de noche. El primer tren, en efecto, no trae a Irmgard, por lo que el protagonista queda libre durante todo el día, ocasión que aprovechará para hacer un viaje en su automóvil hasta la costa, recorriendo la península bretona. El viaje llevará a Simon hasta Kergrit, en el extremo más occidental, donde tomará una habitación para él e Irmgard, frente al mar.

Como ocurre con otras narraciones de Gracq, La península se desenvuelve en el escenario físico y mental de la espera. Y como también sucede en otras de sus narraciones aquí de nuevo todo parece esperar. Los paisajes que varían según el protagonista se acerca a la costa, el ramo de rosas y el espejo que adornan la habitación en la que unas horas después debería estar él con Irmgard, el sol que lentamente desciende en el cielo y que nos proporciona una idea del paso del tiempo, todo se muestra a la conciencia del protagonista transido de esa palpitante inmovilidad que corresponde a la espera. Lo que no impedirá que a su regreso a Brévenay, donde debería reunirse con Irmgard, se apodere de él el desaliento ante la próxima consumación, momento en el que discernirá objetivamente: “No se espera a nadie. El mundo no espera nada”.

Y es que la exquisita prosa de Gracq nos describe junto al viaje del protagonista la historia de su transformación. Conducido por esa prosa, por momentos luminosa, por momentos oscura y sombría, siempre exacta en la descripción de lo que se mueve en el alma humana, el lector se abisma en el viaje de Simon como en las impresiones recibidas a la vista de una sucesión de cuadros en los que las imágenes de la realidad adquieren la forma de continuas y audaces metáforas, a veces de estirpe surrealista (no en balde Gracq fue amigo de André Breton), entre las que suelen insertarse otras imágenes procedentes del mundo de la fantasía, en especial las de la ausente Irmgard-Isolda, constituida en presencia erótica y a la vez fantasmal. Esa transformación es la de “un viajero llegado a deshora”, y que por tanto ha sido puesto accidentalmente fuera de lugar. De ahí, de esa falta de concordancia entre el espacio y el tiempo, se desprende la espera, y sobre todo la mirada, mirada de voyeur que registra con devoradora atención la geografía física, sentimental, humana y onírica del entorno y de sí mismo, ambos tomados como unidad indisoluble.
 
Sucede además que el accidente de haber sido rechazado en el tiempo, puesto en un lugar marginal con tiempo de sobra para el vagabundeo y la reflexión, acaba creando en el protagonista un nuevo estado de conciencia en el que ya no hay sitio para Irmgard, y sobre el que ésta pesa como una amenaza. Pues Simon, que se ha anticipado a Irmgard, descubre en su improvisado viaje la región en la que solía pasar las vacaciones en su infancia, o donde se sitúa, como dice el narrador, la “reserva agridulce de su infancia”. Ese lugar forma parte de su intimidad y ya no precede al encuentro con Irmgard, sino que lo excluye. A pesar de lo cual seguirá realizando los preparativos para el encuentro: la habitación, el ramo de rosas, el regreso a Brévenay postergado hasta el último momento, pero ya sólo mecánicamente, como si allí el pretendido encuentro, la mera idea de la existencia de Irmgard, se antojaran inconcebibles.

Así, el recorrido por esta península, siempre hacia Occidente, hacia los acantilados de Bretaña y lo que el “Atlántico alcanza sólo en ciertos días privilegiados en las playas encaradas al oeste, aquel instante de júbilo apremiante y amenazado, tan hermoso, tan pasajero como el rayo verde que él llamaba la aureola de las playas”, hacia el finis terrae, tiene también un significado mítico: el del viaje hacia el fin, hacia la muerte. En el camino, Simon trata de discernir “la música que surge del ser humano”, y constata, en lo que concierne a Irmgard, cuyo tren imagina avanzando en la noche hacia la estación, su alejamiento.

La península es la obra magistral y perturbadora de un autor que prefirió la calidad (calidad quintaesenciada, elevada de principio a fin a las mayores alturas de la poesía) a la cantidad. La edición incluye un plano de Bretaña en el que puede seguirse el itinerario del protagonista, y donde figuran los topónimos reales junto a los imaginarios ideados por Gracq, todo lo cual permitirá al lector disfrutar más plenamente de este libro de un autor que, en la nómina de autores del siglo XX, destacándose sobre los estajanovistas y los cazadores de éxitos y premios, consiguió en todas sus obras ser un artista escritor, tal vez el último de ellos.

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