(JOAQUÍN PÉREZ AZAÚSTRE) Cada vez que alguien dice que la novela ha muerto, pienso en Dickens. Hoy se cumplen doscientos años de su nacimiento, cuando empezó a gestarse, para la literatura, el Londres que miraba todo el mundo. Una ciudad puede ser contemplada por la vida directa y por la letra menuda de una ambientación, pero Charles Dickens quiso demorar el pulso narrativo en la fotografía de la ciudad, de esos sueños poblados por un hollín de pálpito silente.
Si hay dos escritores, distintos entre sí -alguien dirá que les separa mucho más que un abismo- que han diseccionado el Londres victoriano, son Charles Dickens y Arthur Conan Doyle. Dejando a un lado todo el mercantilismo que rodea a la pareja más famosa de Conan Doyle -un comercio al que, aunque en menor escala, tampoco son ajenas las criaturas de Charles Dickens: en la única casa-museo que aún se conserva en Londres de todas las que habitó, junto al jardín, hay una tienda de recuerdos en la que el visitante puede comprar figuras articuladas de David Copperfield-, lo cierto es que cualquier personaje de Dickens podría circular por una historia corta, media o larga protagonizada por Sherlock Holmes. De hecho, el detective tiene su propia banda de niños, que le ayudan en algunos casos que requieren ese olfato del cachorro de sabueso que nunca ha separado, todavía, el hocico del suelo empedrado de la calle, llamada
Los irregulares de Baker Street, una banda a la que podrían haber pertenecido -si es que no lo han hecho ya, en todos esos subproductos holmesianos que fuerzan ficciones metaliterarias sobre la propia ficción canónica de Doyle-, sin desentonar, tanto David Copperfield como Oliver Twist. Londres entre la bruma azul de Victoria Station, un tren con las puertas de los compartimentos caídas en el andén, con los ojos helados.
Charles Dickens sabía mirar la realidad con los ojos helados. Escribía las novelas por entregas y las publicaba en las revistas que luego se agotaban en la calle, llegando hasta el extremo, por ejemplo, con
La tienda de antigüedades, de que la gente que seguía la narración al otro lado del Atlántico esperaba en el puerto de Nueva York a que llegaran los barcos con la continuación en nuevos números. A veces escribía sin haber resuelto el desenlace, porque la urgencia de la publicación no le dejaba tiempo para muchas correcciones. Ironía, humor y la continua revisión biográfica: el niño que fue Dickens se acostumbró a vivir como un novelista de éxito, pero siguió temiendo esa oscuridad del lecho húmedo, del dormitorio frío, que era la auscultación de la pobreza.
Pensando en estas novelas, pero también en
Grandes esperanzas o
Papeles póstumos del club Pickwick, se comprende la dimensión de un escritor que supo reinventar su propio tiempo a fuerza de rigor y de ese tierno encanto del verismo.
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