(FRANCISCO GARCÍA PÉREZ) Quizá su padre John le dijese alguna vez cuando lo llevaba de excursión a Higham y pasaban ante una hermosa casa de dos plantas y ático, la Gad's Hill Place: «Hijo mío, si te esfuerzas y trabajas duro, algún esta casa será tuya». El padre de Charles Dickens era un tanto fantasioso, fanfarrón, propenso a endeudarse y tocado sin duda por un optimismo tan continuo como inexplicable. Pero acertó entonces: su hijo se esforzó y trabajó tan duro que el agotamiento prematuro le llevó a la tumba en 1870, a los 58 años de edad.
Pero la muerte vino a buscarle a Gad's Hill Place, su casa de campo, su casa mortuoria, famoso en vida como ningún otro escritor británico, rico, tan comunicado con su legión de lectores que de vivir hoy serían todas sus ocurrencias «trending topics» en «twitter» y tendría más amigos que nadie en «facebook» y quién sabe si entre la adolescencia de «tuenti». Un caso de escritor que ya nunca más, me temo, se dará, un fin de raza.
Sin embargo, tengo para mí que nunca su mente salió de la fábrica de betún donde su madre lo obligó a trabajar, pegando las etiquetas en los botes, cuando era niño. En casa no entraba dinero alguno y papá John estaba en la cárcel por deudas, en la tan peculiar prisión de Marshalsea, donde los reos convivían con sus propias familias. De modo que nada de escuela, apenas, y a arrimar el hombro desde la fábrica de betunes. No era aquel lugar el paraíso soñado para una infancia feliz (jornadas esclavistas, embrutencimiento ambiente, poca soldada...), pero tampoco una labor ajena a miles y miles de chavales londinenses de clase humilde, pobre o con un padre de familia irresponsable. Charles Dickens la vivió, no obstante, como la mayor de las humillaciones, algo de lo que nunca quiso hablar por extenso, que rehuía comentar si no fuese en sus novelas, tubo de escape de aquella frustración colosal. Nunca se quitó de encima lo que consideraba un estigma insoportable, aquel trabajo entre olores imposibles, casi a oscuras, rodeado por una fauna humana que, paradoja al fin, serviría de fuente torrencial de «tipos» de esos personajes tan característicos que llevarían a su creador a la cumbre: Darnay (el héroe honoroble, valiente, arrojado), Scrooge (el amargado), Fagin (el ladrón miserable), Micawber (el hombre que vive al día: un trasunto claro de John Dickens), Miss Havisham (la novia abandonada), la señora Gamp (la enfermera borrachina), Pecksniff (el hipócrita), Wackford Squeers, (el cruel director de escuela)... o los niños, los niños que abarrotan sus novelas: la pequeña Nelly (cuya muerte literaria provocó una conmoción nacional), Oliver Twist, David Copperfield...
Y es que, aun habiendo trabajado de pasante y cronista parlamentario, la fama le llegó pronto como escritor, tanto que con solo 30 años ya había ido vendiendo en forma de folletín, en forma de novela por entregas, millares de Papeles póstumos del Club Pickwick, de Oliver Twist y de
La tienda de antigüedades, entre otras, y terminaba su Cuento de Navidad. Es decir, un puñado de obras que justifican de por sí una carrera literaria.
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