Hoy la leyenda sajona del rey Cophetua nos sería desconocida si Shakespeare no hubiera tenido a bien mencionarla en sus Romeo y Julieta, Trabajos de amor perdidos y Enrique IV, lo que a su vez dio pie a un poema de Tennyson y a un célebre cuadro de Edward Burne-Jones, el cual reproduce a la manera prerrafaelita la escena que es centro y motivo de la fábula: el rey que hasta hace poco ha sido inmune al amor aparece con su atuendo de guerra y la empuñadura de su espada apoyada en el pecho, sosteniendo la corona y sentado mansamente a los pies de una doncella descalza, hierática y misteriosa, la cual no mira al rey, sino al espectador, privilegiado y fugaz testigo de lo que acontece en lo que bien puede ser un aposento real. Otros pintores que trataron el tema, como Blair Leighton, situaron directamente el episodio en el salón del trono, y presentaron al rey de rodillas y ofreciendo ostensiblemente la corona a la mendiga, pues mendiga en efecto es esta mujer sin nombre a la que el rey Cophetua encontró casualmente y a la que en el acto, perdidamente enamorado, ofreció su reino.
El asunto tiene todas las trazas que son propias de los mitos, en especial esa capacidad de sugerencia que permite fantasear y jugar con sus posibles lecturas, es decir, para llevar a efecto lo que en el arte de la música recibió hace siglos el muy noble nombre de “variación”. Así, no es de extrañar que el viejo cuento sajón despertara el interés de Julien Gracq, cuyas obras son en su totalidad variaciones sobre temas míticos y cuyo tono, desde la estructura que da a las mismas hasta la construcción de cada una de sus frases, participa de esas cualidades de misterio, ensoñación y oscuridad. Pues se diría que en las novelas de Gracq todo es mito, y los hechos que nos narra discurren en una dimensión que no es la realidad misma, sino en un lugar más profundo, el lugar de una “vida abisal”, como bien dice Jesús Ferrero en el prólogo de la novelita a la que nos referimos, un no lugar más bien en el que las cosas adquieren significados imprevistos, y, sobre todo, en el que nada es gratuito ni ocurre porque sí, ya que si de algo carece la literatura de Gracq es de una sola frase insignificante o banal.
Y la llamo novelita por su dimensión, ya que no alcanza las cien páginas, lo que no impide que en tan breve espacio el autor nos comunique todo un mundo y toda una manera de ver el mundo, en especial sus dos misterios esenciales, que no son otros que el amor y la muerte. Por lo demás, su argumento es muy sencillo, y si no fuera por el título y por la descripción que se hace de un cuadro, apenas nos daríamos cuenta de que nos hallamos ante una variación de la leyenda del rey Cophetua.
Gracq ha situado su historia en un período que le marcó de manera personal y al que de un modo u otro aluden todas sus narraciones: la guerra mundial, aquí, en concreto, la primera, que a la manera de lo que sucede en su novela Los ojos del bosque (ambientada sin embargo en la segunda) no viene a ser sino el escenario, la atmósfera, pero una atmósfera que se ha adueñado de los personajes y de sus almas, así como de la búsqueda interior que constituye el tema principal, el eje vertebrador de su obra. Aquí, un soldado que carece de nombre evoca la noche de Todos los Santos de 1917. Ese día él ha partido de París para encontrarse con su viejo amigo Nueil, aviador y compositor, el cual le espera en su casa de campo de Braye-la-Forêt, casa que se encuentra al borde mismo del bosque, y en la que durante toda la noche oirá el lejano cañoneo de la artillería. Su amigo no está en la casa, y le recibe una mujer también sin nombre con la que apenas intercambiará unas pocas palabras, cuyo rostro, a causa de la oscuridad reinante, no verá nunca con claridad y a la que él, un poco libremente, atribuye el papel de criada-amante de su amigo. Éste no vendrá, y el relato se constituirá así en su parte central en uno de los asuntos predilectos de Gracq, ya explorado magistralmente en su novela El Mar de las Sirtes: la espera. Pero en una espera que aquí tendrá finalmente su consumación, que, no podía ser de otra manera, ocurrirá en silencio y oscuramente. Mathieu Carrière y Ana Karina protagonizaron la versión fílmica de la novela, que se tituló Rendez-vous à Bray y que dirigió en 1971 André Delvaux.
Quizá esa misteriosa relación entre el entorno bélico, aislado, tenebroso, y el universo sensitivo de los personajes no sea otra cosa que lo que en otro tiempo, y todavía en época de Gracq, se llamó “surrealismo”, un surrealismo que no estaba exento de carga política (Gracq militó en el Partido Comunista) y del que también forman parte el simbolismo de un Maurice Maeterlinck y el Romanticismo de estirpe alemana, tan proclive él a las sombras, los silencios, la noche y la niebla. Nada más apropiado que el hecho de que El rey Cophetua haya sido publicada por Nocturna Ediciones, en una cuidada edición que incluye el citado prólogo de Jesús Ferrero y cuya traducción, tarea nada fácil tratándose de la prosa de Gracq, ha corrido a cargo de Julià de Jòdar. Y es que todavía hay tesoros del pasado siglo que están por traducir y descubrir, no sólo por los lectores, sino también por los autores ávidos de buena literatura que quizá, quién sabe, tras la lectura de este libro conciban la idea de añadir una nueva variación a la ya rica saga del rey Cophetua.